Leí ayer en un lugar que no recuerdo que no deberíamos llamar ansiedad a la angustia. ¿Lo que tengo es angustia? La verdad es que no lo sé, aunque en terapia aprendí que ponerle nombre a nuestras emociones es un primer paso para poder salir adelante.
Mucho he leído sobre las crisis de ansiedad que se dan, sobre todo en un entorno como el nuestro y que ya se ven como cotidianas. El lunes, por ejemplo, fui sola a comer y caminé desde la Unidad de Posgrado de la UNAM hacia el Vips que está del otro lado de Insurgentes. Le hablé a mi esposo mientras cruzaba el puente peatonal y entre la seriedad y la esperanza de que sólo fuera el fatalismo que me distingue le dije “te hablo porque si no me vuelves a ver, por lo menos sabes que pasé por aquí”. Así, tan normal, tan campante, tan cotidiano. Me pidió que no le colgara hasta que llegara al restaurante, como si a través del teléfono me pudiera defender de cualquier hombre (y no digo persona, porque hay que nombrar las cosas que las estadísticas respaldan) que se le ocurriera que en ese momento mi vida no vale nada.
Yo no sé si lo que siento cuando veo lo que sucede en el Estado de México, en el país, el el resto del continente, se llama angustia porque también aparece la impotencia, el enojo, la tristeza. Hoy decidimos llamarlo el miércoles negro, pero parece que la oscuridad nos persigue por donde vamos por el simple hecho de ser mujeres.
Cruzando de regreso hacia la Unidad de Posgrado, le volví a marcar a mi esposo para sentir un poco de compañía. En mi recorrido, la única agresión que sufrí fue de uno de los taxistas que rondan la universidad, quien me tocó el claxon, bajó la ventanilla y me acoso verbalmente. ¡Qué suerte! Por lo menos no se bajó a atacarme.
No se si a eso se le pueda llamar angustia o nos tenemos que inventar otra palabra.
¿Cómo nombramos esto que nos saca el aire cada vez que salimos a la calle?