Babel Fish

Cada cierto tiempo entro en crisis existencial: son momentos específicos en los que me pongo a limpiar todo. Así, antes de sentarme a escribir buena parte de mi tesis, por ejemplo, tenía que ordenar el clóset, los libreros, la despensa. Adán entra en crisis por mi crisis y, por eso, hoy le avisé que estoy en uno de esos periodos.

Estos achaques no son algo nuevo. Son tan comunes que ya me sé la broma –SÚPER ORIGINAL– de “ven a limpiar mi casa”. Sí, está chistosa y les prometo que iría, pero #Covid. Sólo en tiempos recientes identifico que estos lapsos se relacionan con una verdad de la que no puedo escapar más: sigo sin saber qué quiero ser cuando sea grande. Quienes me conocen saben que cuando salí de la prepa, comencé a estudiar derecho, luego diseño y terminé en letras. Una parte de mí siempre supo que esta última era la carrera que debí elegir desde el inicio, pero me daba mucho miedo pensar en el futuro. Corrijo, me da mucho miedo pensar en el futuro. Después de la licenciatura, me costó trabajo elegir la maestría (me tomé unos años antes de entrar) y enfocarme en un tema, acotarlo, clavarme. Cuando terminé el doctorado me quedé con una especie de síndrome del nido vacío y horror vacui que no he sabido llenar.

Desde hace unos años tengo la idea de aprender a programar y apenas estos meses comencé con cursos gratuitos en línea muy básicos. También tengo muchas ganas de estudiar francés, comenzar a tejer, escribir con disciplina, fundar algún negocio increíble, ponerle más atención a la página de Feminismo Interseccional, y tantas, tantas cosas más. Tal vez es que se acerca un año nuevo y soy un vil cliché de película navideña (no es que haya visto Love Actually trescientas veces *guiño*), pero junto con estos deseos de ordenarlo todo, vienen los de explorar otras formas de conocer.

Después de unas semanas, la realidad siempre aterriza y el tiempo con el que cuento en el día a día no es suficiente para nada de lo que –casi estoy segura– me ayudaría a saber qué carajos quiero ser de grande. Se desordenan los cajones, empolvan los libros y atiborra la alacena de frascos medio vacíos que esperan a mi siguiente achaque de “tengo-que-hacer-algo-«útil»-porque-#capitalismo-y-no-he-logrado-nada-con-mi-vida”.

Veo a personas que conozco con un cimiento tan firme en la vida, que incluso me avergüenza reconocer que a mis 35 años, no sé “adultear” (avísenle a la RAE que estoy acabando con el español). Supongo que este texto es otra de mis confesiones. No tengo idea de cómo ser una persona adulta. No he aprendido a socializar, hacer small talk (ilumínenme, ¿cómo dirían esto en español?), ni hacer big talk (no sé si este término es real). Me siento incómoda cuando estoy entre gente que no conozco e incluso me siento desencajada cuando hay muchas personas, aunque sí las conozca. Si algún día me ven agarrar el micrófono cuando en un evento preguntan si alguien quiere tomar la palabra, es que estoy muy, pero muy peda o me está dando un aneurisma. No sé con qué se come eso del networking y no tengo calidad moral para decirle a Elián que el helado no es desayuno (se lo digo: sólo es muy hipócrita de mi parte).

Así, estas semanas, antes de que empiece el siguiente año, limpiaré y limpiaré para calmar mi ansiedad y vivir brevemente con la ilusión de ser una adulta con la vida organizada, que sabe diario lo que está haciendo y que nunca pierde los lentes, el celular ni la cabeza. En una de esas, descubro que lo que quiero ser cuando sea grande es alguien que reconozca sus crisis de ansiedad para escribir sobre ellas y “a-la-Douglas-Adams” este post se desvanecerá en un “soplo de lógica”.

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