A las ausencias y a las horas necias, feliz año

Te recuerdo en una bata de laboratorio con las manos temblorosas. Te ayudé a desvestirte, a quitarte la pulsera que hoy tengo en la muñeca, los aretes y los zapatos. Subiste apoyada de mí a una pequeña tarima donde le sacarían fotos a tus huesos porosos para saber si aquello iba mejor. Nos entregaron imágenes de una columna en forma de “S” y una cadera ladeada como si fuera barranca después de un aguacero torrencial. Te costó trabajo subir al coche, bajar, caminar hacia tu apartamento. El dolor acampó en tus articulaciones que se enchuecaban y en tu cabeza a punto de inundarse con un río escarlata.

Te recuerdo un año nuevo en casa de tu amiga La Güera, riendo, así como no lo hacías en nuestros tiempos a solas, siendo ese doble de ti misma que en vida privada desbordaba ira añeja de una infancia violenta. En esos inicios de año, la niña que se asomaba era brevemente feliz. 

Te recuerdo en el funeral de mi papá. Era tu segunda viudez aunque el estado sólo reconocía una y en tu mirada se agolpó la primera ausencia que te marcó, esa por la que nunca perdonaste al destino que te dejó con tres hijas que pudieron ser de otro tiempo, de otro lugar, de otro amor, en el que te imagino con menos amargura atravesada. El amanecer golpeó mis ojos indignados con las horas que siguieron caminando en lugar de congelarse en el momento en el que la existencia entera se me terminó con el último aliento de mi papá. Ese instante se conecta a este año que, egoísta, comienza sin ti, sin tomar en cuenta que yo esté o no lista para marcar un nuevo inicio.

Te recuerdo pegándome con los puños cerrados en el coche, en la casa, en la calle. Como tantas veces, no sabía de dónde venía tu ira, pero más tarde podría mapear los moretones en mi cuerpo, esos que tú negabas. No sabía si prefería los golpes y los gritos a los días de silencio que le seguirían a los arranques de violencia.

Te recuerdo la última vez que fuimos a desayunar, tres días antes de que tu cerebro reventara. En la mañana llevamos a un podólogo que cuidara de tus pies lastimados que tantos pasos marcaron en Oaxaca, en San Juan de los Lagos, en los viajes que hacías con tus amigas, en París cuando me acompañaste a buscar la tumba de Oscar Wilde.  Ese último desayuno, ofrecí cortar tu comida porque tus manos se negaban a obedecer tu voluntad de vida eterna, pero te negaste. Más tarde, sonreíste cuando fuimos al súper para llenar tu alacena, que como nunca en la vida, escaseaba –señal inequívoca de cómo debiste sentirte– y le regalaste a “E” un muñeco de acción junto con los últimos momentos de tu compañía.

Te recuerdo dando clases por las tardes, trabajando sin parar entre humo del cigarro, cuadernos y tazas de café, calificando hasta bien entrada la noche con la televisión prendida. Te recuerdo, además, decepcionada cuando descubriste, por casualidad, mientras mis brazos se cubrían de tus golpes, que me autolesionaba. Decretaste que el tema no se tocaría nunca más y así fue. Y te recuerdo a inicios de la pandemia –el mes que pasaste en mi casa– preocupada por tus plantas, con una urgencia por salir que te hizo regresar a tu casa para ser libre de contagiarte, así como siempre fuiste, sin cadenas y con secretos. 

Te recuerdo convulsionándote en el baño. El tiempo que pasó entre la llamada de auxilio que alcanzaste a hacer y en el que yo crucé la puerta de tu departamento sólo se podría medir en respiraciones sofocadas. Aún hoy, ese trayecto en Avenida Revolución hace que mi corazón se acelere y mi garganta se cierre. Te recuerdo con la cabeza en mi regazo, el miedo en tu mirada, la impotencia. Te recuerdo –además– cocinando sopes, mole, gorditas de piloncillo; limpiando el bacalao días antes de navidad y horneando panqués de naranja. El último año traías comida vegana a mi casa y uno de los guisados sigue en el congelador, esperando a que yo sea valiente para despedirme de tu sazón.

Te recuerdo llamándome esquinera por estar platicando con mi novio a los 14 años, gritando a mí y a mis hermanas que éramos unos alacranes y deseando que cuando fuéramos madres, sufriéramos igual que tú. Por años, juré que no tendría hijxs porque me aterraba que la cólera con la que vivías se cocinara en el útero, como una maldición genética. Paradójicamente, te recuerdo generosa con tus nietxs, viendo televisión, cocinando galletas, ofreciendo chocolates, mazapanes y juguetes. En cada tienda a la que entrabas, había algo para ellxs. Te desdoblaste al convertirte en abuela y esa otra mujer me parecía irreconocible. 

Te recuerdo asustada en la sala de urgencias, sin comprender lo que le estaba pasando a tu cuerpo. Yo tampoco lo entendía. Me preguntaste si era algo que se podía curar con ejercicio, porque así lo querías sanar todo, con pensamiento mágico. Mis manos temblaban por haber manejado más rápido que nunca en mi vida, pensando que morías en el asiento trasero y en mi mente se bifurcaron las diferentes realidades posibles ante lo que acababa de suceder: ninguna era un destino benévolo.

Te recuerdo comiendo merengues de Elizondo con un café tan suave que parecía té. En la cama del hospital, cuando cumpliste 76 años encerrada en una tumba de carne, te prometí esos mismos postres y una ida a El Cardenal para tu siguiente festejo. Ese día, con mucho esfuerzo, apretaste fuerte mi mano por última vez, como consolándome porque ahora yo era la del pensamiento mágico.

Te recuerdo mencionando mi cuerpo gordo desde la infancia, poniéndome a dieta, advirtiendo que si me bajaba por primera vez con esa figura redonda, sería una maldición de por vida. Me aterraba comenzar a menstruar y me horrorizaba mi necesidad de comer. 

Te recuerdo en tus visitas médicas y cómo tenía que corregir la información a medias que te gustaba soltar. Te molestaba que confesara tus secretos a personas extrañas, aunque fueran doctorxs armando un expediente para diagnosticarte. No sé si alguna vez me lo perdonaste.

Te recuerdo entendiendo mis cambios de carrera y –ante mi sorpresa– apoyando esas decisiones.  

Te recuerdo con la mandíbula desencajada y estertores de muerte en la garganta.

Te recuerdo pidiendo huevos divorciados en el Vips.

Te recuerdo siendo cruel y generosa.

Te recuerdo escuchando a los Beatles; pedí fragmentos de tus cenizas, un tanto para traerlas en un collar –adicta a los memento mori–otro poco para depositarlas en una de tus macetas, con suculentas y siempre vivas. “E” y yo pusimos Black Bird, dijimos cuánto que quisimos, cuánto te queremos y te dijimos adiós. 

Te recuerdo todas las veces que me despedí de ti y cómo se drenó el color de tu rostro, de tu lengua lastimada, de tus manos de dedos largos y uñas siempre cuidadas. El pronóstico para el traslado hospitalario era poco alentador; yo estaba en la sala de espera, lista para acompañarte en la ambulancia cuando el médico caminó hacia mí.  Ya sabía lo que saldría de su boca, que tu corazón ya no latía, que tu voz ya no llenaría salones, que las horas –de nuevo– se negarían a hacer una pausa, una tregua que me permitiera meter las manos en defensa propia. 

“Lamento mucho que hayas estado sola en ese momento”, me repitieron múltiples personas, pero yo no estaba sola. Estaba contigo. Lo recuerdo. Te recuerdo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Wordpress Social Share Plugin powered by Ultimatelysocial
FbMessenger
Instagram