1963

Dying

Is an art, like everything else.   

I do it exceptionally well.

Lady Lazarus, Sylia Plath

Imagino un presente, lejos de esta cocina sin aire, en el cual soy bióloga marina. Estoy frente a un salón, contándoles sobre el pez piedra, Synanceia horrida, el más venenoso del mundo, que se camufla de forma tan espectacular que toparse con él no es difícil. Luego, les digo que los caballitos de mar, después de bailar y entrelazar colas, depositan los huevos fecundados en el saco del macho. Hablaríamos del instinto maternal y cómo es un gran invento, pero alguno de esos alumnos seguro sabría la historia del pulpo, cuya hembra se deja morir de hambre mientras resguarda a sus crías. 

Pico verduras en una tabla de madera. Su ritmo me hipnotiza, clack, clack, clack. Risas infantiles de la sala rebotan dentro de la cocina. El ambiente hierve entre paredes que se desploman pesadas alrededor de una puerta pequeña: cada vez que levanto la mirada, la salida se achica. Imagino un presente en el cual soy escritora. Sí, eso sería si pudiera regresar en el tiempo. Me gustaría ser como Sylvia Plath. Alguna vez escuché que se suicidó metiendo la cabeza al horno, ¡qué ocurrencias! Selló con mucho cuidado las habitaciones donde estaban su hija e hijo. Supongo que usó cinta, trapos y mucha voluntad para que el gas sólo la afectara a ella. Como pulpo se dejó morir mientras protegió a sus crías. Parecía que el esposo de Plath tenía una especie de maldición consigo porque años más tarde su segunda esposa también se mató con gas en la cocina y de paso se llevó con ella a su hija. Las dos se recostaron en un colchón. No en el piso: ahí no se dormiría una madre con su hija.

El agua cargada de jitomates libera burbujas diminutas y pauso el movimiento de mi mano para concentrarme en ellas. Un recuerdo de mi infancia me golpea y me aferro a él porque el  tiempo no ha sido bondadoso con mi memoria. Vulnerant omnes, ultima necat. Siento que llevo en la frente un pizarron de tiza medio borrado.

 En mi casa, de pequeña, existió una pecera en la sala, llena casi siempre con agua turbia y animales infelices que producían burbujas, como si estuvieran a punto de ebullición. En ese entonces, pensaba que la alegría se medía por las expresiones del rostro. Los peces, en definitiva, parecían miserables cuando pegaba la cara al vidrio y jugaba a encontrarles la mirada. El silencio de sus ojos me arrastraba dentro del acuario con ellos. Más tarde en la vida comprendí que era resignación.

En este momento, podría jurar que alrededor mío se forman las mismas burbujas sofocantes. Cuando mamá lavaba la pecera, depositaba a los minúsculos habitantes en un bote de plástico con un poco de agua. Los atrapaba con una red y, en ocasiones, brincaban hasta el suelo: escapaban en una caída en espiral, se retorcían y ella gritaba porque sabía que debía tomar a ese pez con las manos, sentir su piel resbalosa y el cuerpecito más duro de lo que parecía. Yo no tenía problema en agarrarlos, palpar su fragilidad y buscarles nuevamente los ojos para comprobar si cambiaban con la muerte cercana. Los sostenía en la palma de mi mano –firmemente para evitar otro salto suicida– y sentía la asfixia entre los dedos. Sus ojos pasaban de la resignación al pánico. 

La mirada de muerte era puesta en mi plato cuando la primavera anunciaba la llegada obligaoria de un menú marino a la ciudad y  mamá preparaba mojarras fritas. Yo  reconocía bien la expresión momificada en aceite hirviendo de los pescados. Mi papá arrancaba la cabeza de su platillo y sorbía los ojos mientras la grasa se depositaba en la comisura de su boca, el dolor hecho manjar. 

Meto jitomates hervidos en la licuadora. Añado cebolla, ajo, apio y unas cucharadas de consomé de pollo. El polvo salado se mete por mi nariz.  Me recuerdo a mí misma embarazada ambas veces y la angustia de ver mi panza enorme al pensar en el bebé dentro de mí, que seguramente tendría ojos como los de los peces. Esa criatura me veía –desde adentro porque yo era su acuario– con órganos formándose en las cavidades de la cara, como dos bolas gelatinosas y duras. Escucho el aceite bailar mientras echo el caldo de jitomate a la olla. El olor del sazón se cuela hasta mi cara. Me gustaría convertirme en pulpo. La cocina es la caverna submarina donde podría dejarme morir para que mis hijas sobrevivan.

 Pero sus risas del otro lado del muro.

Sigo frente a la estufa y el horno me tienta como si fuera Plath. Recuerdo detalles de ella: incluso una foto que alguna vez encontré porque quería ponerle un rostro a la narradora de The Belljar. Es una imagen en blanco y negro, de medio perfil. Tiene una trenza que rodea su cabeza, la boca un poco abierta y una expresión en el umbral de la sorpresa. Sus ojos, perdidos en la nada, parecen los de un pez fuera del agua. Echo las verduras picadas en el caldo y mi mano se pierde en los remolinos del cucharón. 

Apago la estufa, me sirvo un vaso grande de agua y su contenido recorre mi garganta como oasis, aliviando las palabras que no salen. Mi mente viaja dentro del horno. Cierro bien la puerta y pongo los trapos de la cocina bien apretados debajo de ella. No sé dónde está mi cabeza, pero mis rodillas se sienten frías al hacer contacto con el piso. ¿Estaré orando? Una respiración, otra. ¿Serán mis ojos como los de un pez? Se deben ver secos y cubiertos por la capa turbia que caracteriza la mirada de las muertas. No sé cómo no se han dado cuenta de que su luto debió comenzar hace años.

Termino de lavar una olla cuando escucho la llegada de un coche. Las llaves abren la puerta principal y ahí está el hombre que llegó a comer. Tiene la sonrisa de quien ha hecho con su vida lo que quiere y en sus ojos se vislumbran las posibilidades de un futuro. Trae en la mano un regalo. Las niñas corren a abrazarlo y a darle las gracias por la diminuta mascota que acaban de recibir. Él se acerca: me saluda como quien no se da cuenta de que habla con una muerta y me muestra la pecera con su resignado habitante. El pez y yo nos miramos y nos entendemos.

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