Bang

Él viene directamente de la oficina, mientras ella llega desde la casa que aún comparten. Coinciden en la puerta, donde una chica vestida de negro les da la bienvenida. Él le ofrece su brazo para ayudarla a bajar, pero ella lo rechaza. Se niega a usar bastón, a pesar de que el dolor de cadera casi le arranca un grito; y mucho menos aceptará apoyarse en el brazo de ese hombre, su esposo —un hecho que debe recordarse constantemente—, como si fuera una anciana. Avanza conteniendo la respiración, tratando de ocultar lo mejor posible la asimetría en su descenso.

Al cruzar el vestíbulo con pasos asimétricos, nota que el restaurante sigue igual. Hace mucho tiempo que no cenan aquí, donde una vez planearon su vida juntos. Por primera vez desde que salió de casa, se da cuenta de que los pantalones le aprietan y cruza los brazos para disimular su vientre expansivo. Sin embargo, una de las manos debe exponer su abdomen, que se desparrama fuera de los pantalones, para sostener el barandal. Adivina en el rostro de él que tampoco recordaba este detalle de la entrada, ya que la última vez que vinieron, las escaleras le parecían insignificantes.

Un mesero joven les guía a su mesa, fijando su mirada en su marido y recorriendo con la vista desde su rostro hasta los fuertes muslos que se intuyen bajo los pantalones. Sí, sigue siendo un hombre atractivo, tiene que admitirlo, aunque su presencia le resulte más irritante de lo que debería. Respira con un ligero ronquido cuando se concentra, come con la boca abierta durante la temporada de alergias, eleva la voz cuando se emborracha y sus lentes no se mantienen limpios por más de 15 minutos. Hace tiempo que nadie la ha mirado como el mesero lo hace ahora con él, y por supuesto, él permanece ajeno a este hecho. Ella se sienta, aún más consciente de la grasa que se escapa por todo su cuerpo, sintiéndose asfixiada por el pantalón, atrapada entre los brazos de la silla.

Hoy, la cadera y la rodilla le duelen más de lo habitual, quizás por la lluvia que se adivina cercana, la cual ahora presiente en la cresta ilíaca antes de que la primera gota salpique el asfalto. El mesero coloca las cartas en la mesa, les informa sobre los especiales del día y se retira. Ella se mueve inquieta en el asiento, sin hallar una posición cómoda, y no sabe si es debido a las nubes grises que cubren la ciudad o la incomodidad ante lo que está por suceder.

Siempre pedían lo mismo: él, codorniz rellena de piñones; ella, risotto al parmesano. A la mitad de la velada, intercambiaban el plato. Él, una copa de tinto; ella, de blanco. Nunca tocaban la canasta de pan: no deseaban arruinar el apetito. Eran personas rutinarias, de costumbres arraigadas. Aquí tomaron las decisiones más importantes: casarse, comprar el departamento, cambiar de trabajo, crear una persona. Él la mira de reojo sobre el menú, preguntándose si retomará el hábito por puro reflejo, si hay algo que rescatar del pasado. Ella sostiene la carta tan fuerte que sus dedos se ponen blancos, y es ahí cuando, por primera vez, él ve la banda de piel más blanca que el resto del cuerpo en su dedo anular, donde alguna vez existió un anillo. Se limpia la garganta, tratando de encontrar el valor necesario para preguntar qué significa esa ausencia, aunque el interrogatorio esté de más. Sabe lo que implica; entiende, en el fondo, que todo terminó, que jamás lo perdonará

El mesero se acerca para dejar la canasta de pan y pregunta qué querrán de beber. Él, sin dudarlo, ordena agua mineral. Ella pide un cóctel de mezcal que quizá tiene más azúcar que alcohol. “No voy a manejar”, aclara molesta ante el gesto inquisitivo frente a ella y dirige su mano a la canasta de pan.  Lo unta de mantequilla y lo come casi sin masticarlo, como si lo estuviera castigando. “Deja de mirar mi mano. Me robaron el anillo”, le dice ella, levantando los hombros como si fuera algo de poca importancia.

Él siente un alivio breve e inmediatamente una nueva angustia: desea que todo esto llegue a su fin. Quiere construir una nueva vida, una familia. La culpa le hace palidecer con ese último anhelo, el de una familia completa, un hijo o hija, o quizás varios. “Para ser exacta”, continúa ella, interrumpiendo sus pensamientos, dudando, “me lo robaron el día que me asaltaron”. Inmediatamente frunce el ceño, arrepentida de la confesión.

Es la primera vez que él escucha de este asalto. ¿Se lo habría contado ella mientras él estaba viendo televisión o adelantando trabajo en la mesa del comedor? No, no era posible. Ella adivina sus pensamientos; le irrita que, después de todo, pueda seguir leyendo la mente de su esposo con solo ver la posición de sus cejas. “No te había contado para que no te preocuparas”, explica, casi como un regaño. El enojo colorea el rostro de él, un reclamo silencioso. Fueran lo que fueran, aún estaban casados, y él aún tenía el derecho de preocuparse, de saber.

“Eres la persona más egoísta que conozco”, espeta él, medio arrepentido a mitad de la oración por lo dicho. Aprieta los ojos, como a punto de presenciar un accidente. Sabe que no son las palabras correctas. “Perdón, no quise decir eso”, aclara. Ella absorbe el golpe de palabras y considera que tal vez él tiene razón. Quizá no ser capaz de perdonarlo tiene todo que ver con el egoísmo. A fin de cuentas, no era realmente su culpa. Le gustaría poder explicarle eso, que no puede perdonarlo porque no hay nada que perdonar, y de igual forma, no puede mirarlo a la cara sin sentir que le hierve el vientre, ese que alguna vez estuvo hinchado de vida y que ya no significa nada.

El mesero regresa con las bebidas y anota la orden.

Él pide pulpo a las brasas y ella, filete de res a la parrilla. Esperan sin hablar lo que parece una eternidad hasta que sus platillos están sobre la mesa. Antes, los minutos en silencio no pesaban de esta manera. “¿Sabes? Los pulpos son seres muy inteligentes. Hay personas que están totalmente en contra de su caza. ¿O se dice pesca?”. Ella intenta cambiar la conversación, buscando que estos últimos momentos no sean de gritos ni reclamos. Él corta un pedazo grande de su platillo y se lo come sin apartar la mirada de ella, como si a quien triturara con la mandíbula fuera a su pasado o a ella misma. Afuera revienta un rechinido de llantas que le detiene el corazón y los cubiertos chocan contra el plato esparciendo los tentáculos como extremidades desperdigadas luego de un accidente. Por un instante, ella siente lástima, pero atraganta el sentimiento con otro sorbo de su bebida.

Perdieron la costumbre de su compañía. Ella reconoce con tristeza que no lo extraña en las noches cuando duerme en la sala con la televisión prendida y él se acurruca en la orilla de la cama, como esperando a que regrese. Es lo mismo que hacía cuando el embarazo estaba avanzado y no lograba acomodarse en su colchón. El insomnio se sumaba a la cantidad ridícula de veces que debía levantarse al baño, y acampó en el sillón con buenos libros sobre la mesa y series que veía en su adolescencia en repetición constante. Ahora duerme en el sofá porque solo ahí puede tolerar el dolor que le recorre la pierna y porque el sueño nunca ha regresado desde aquella noche.

“¿Dónde te asaltaron? ¿Te quitaron algo más? ¿Te hicieron algo?” pregunta él, desesperado, mientras juega con la comida del plato: no soporta un bocado más. “¿Por qué hablas en plural? Solo era un hombre y no, no me lastimó”. Ella da un sorbo a su bebida y mira hacia la puerta. Él piensa que si su movilidad no estuviera limitada, tal vez ya hubiera corrido hacia la salida y él no tendría la voluntad de detenerla. “¿Sabías que el Big Bang no ha terminado?” responde ella, deseperada por cambiar el tema. Él aprieta la mandíbula y respira profundo por la nariz, ahogando un rugido secuestrado. “En serio”, explica, con los ojos aún clavados en la puerta, y parece que recuerda o invoca un deseo latente. “Vivimos dentro de una explosión inacabable, un vientre de expansión infinita”. Lo mira, y reconoce que está haciendo lo posible por empujar las lágrimas que casi le brotan de los ojos, empañando sus lentes. 

Ella, en un último acto de compasión, deja de apartar su atención de la respuesta que él busca. “Fue cerca del parque, a una cuadra de la fuente. No podía dormir una noche y salí con el coche a dar una vuelta. Me bajé porque ahí era donde paseaba con… donde íbamos en las tardes, ella y yo. Quise intentar caminar porque el doctor me dijo que quizás sería bueno”. Él asiente con la cabeza, comprendiendo a medias. “No te dijo que caminaras en la noche. Podrías meterte al gimnasio, yo qué sé, a una alberca, algo seguro. No deberías exponerte así”. Él habla con la voz baja para matizar el regaño, pero nota de inmediato que ella lo toma como una provocación.

“No me digas qué hacer. Soy libre de salir a la hora que me da la gana, a donde yo quiera”.

“Yo no dije que no lo fueras”.

“Pero es lo que piensas. Se te nota la desesperación porque yo haga tu voluntad, o, mejor aún, que desaparezca de tu vida si no sigo tus instrucciones. No creas que no escucho cómo bufas cada vez que pasas frente a su cuarto, porque no lo he querido vaciar”.

“No sabes lo que dices”.

“No me trates de tonta. Sé que quieres terminar todo, que soy lo que queda de un proyecto que no te salió bien”.

“No sigas”.

“Yo también sería feliz si desapareciera. Ese día, el del asalto, mi reacción no fue entregar todo al ladrón. Fue pedirle que, por favor, usara la pistola con la que me apuntaba para matarme, como si fuera un animal herido a quien podría sacar de su miseria”.

Ella se detiene cuando comprende que ha dicho demasiado. Las manos de él estrangulan la servilleta y su boca está ligeramente abierta, dejando salir y entrar aire a gran velocidad. “Claramente, no me mató. No pongas esa cara”, continúa ella, suavizando el tono, deseando borrar las palabras enunciadas, pero estas, como tantas cosas, se niegan a desaparecer del pasado.

“¿Cuándo te va a entrar en la cabeza que no fue mi culpa?”, él aprieta los ojos para contener las lágrimas. Abre la boca a medias, quizá  para elaborar más su defensa, pero las ideas le fallan, como cada vez que recuerda. Ella exhala con una mezcla de exasperación, o quizás arrepentimiento. Mira nuevamente hacia la puerta y desea que el tiempo se detenga para que los últimos momentos de su matrimonio no sean estos, que no sea el enojo y la amargura lo que permanezca en la memoria.

El mesero pregunta si puede retirar los platos y les ofrece el postre. Ambos afirman con la cabeza; parecen infantes en preescolar que acaban de ser regañados. “Le di mi anillo”, dice ella en cuanto el camarero se retira, con la mirada fija en la salida, donde se adivina una sombra.  Él asiente como si fuera información que ya conoce. “Le di mi anillo para que me matara”. Su esposo inclina la cabeza, tratando de comprender. “Le di mi anillo para que me matara y él me juró ser un hombre de palabra”.

La silueta que ha esperado toda la noche por fin atraviesa el umbral y ella deja, por fin, de explotar. 

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