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“Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías”- J.L.B. 

Le falsean las piernas al subir 44 niveles para oficiar la ceremonia. Ya no mira con envidia los elevadores, inservibles desde los primeros días del final porque sabe que la espera un horizonte prodigioso, con los dos volcanes al fondo, los techitos rojos con tinacos negros, los cables colgados como venas huecas, las calles vacías que alguna vez fueron estruendo. 

Se hinca en el piso que aún no calienta el sol y bebe líquido de un recipiente. El sabor a lluvia vespertina le recorre la lengua, pero sabe que la sed regresará pronto y trata de alargar los segundos en que sus labios están húmedos, capaces de producir palabras si fuera necesario. Su cuerpo huele al sudor de las carreras, los miedos y las batallas de los momentos iniciales, cuando la ciudad fue tomada por quienes huyen del agua salada y del fuego.  

Aunque los relojes y calendarios perdieron significado, sabe que han pasado semanas, no las suficientes para cambiar de estación. La cuerda que amarraron sobre su cintura delata el paso del tiempo: nadie la ha apretado para compensar la falta de alimento. Antes de la invasión, pensaba que su cuerpo no podía desaparecer más porque en su boca rara vez entraba líquido o una comida completa. 

En los primeros días de la ocupación, cuando las tiendas en las que la mayoría ya no podía comprar fueron abandonadas, un festín público esperó a quienes sobrevivieron las ráfagas iniciales. Tuvo que ser rápida para alcanzar una bebida cargada de azúcar y fría mientras aún existía la electricidad. Intentó suministrarse para los siguientes días, pero agarrar unos panes envueltos en plástico y un par de latas golpeadas resultó en mordidas que ahora punzan en sus extremidades, posiblemente infectadas. 

Los devotos la miran desde la calle, sin confiar del todo en que el edificio se sostenga en caso de un terremoto: sienten miedo de la ciudad, de sus caprichos y necedades. Ella se para en la orilla, saludando al abismo, tal como lo hizo la primera vez, cuando el hambre le caló las entrañas y los disparos terminaron de incendiarle los tímpanos. Ese amanecer, que se siente tan lejano, tapizado de gritos y horrores, pensó que todo terminaría, que los hombres armados por fin arrasarían con los sobrevivientes, y decidió escapar de las pesadillas que precederían a la bala que le daría muerte.  

Encontró la puerta abierta de un edificio viejo, testigo de infinitas revoluciones fallidas, y subió las escaleras tan rápido como sus pulmones llenos de urbe se lo permitieron. Recorrió el techo, con un laberinto de rejas oxidadas donde colgaban algunos trapos que alguna vez sirvieron de vestimenta. Se paró en la orilla como quien no tiene miedo a volar y contempló la ciudad a sus pies. La sintió palpitar entre llamas y alaridos. 

A lo lejos, aún colgaba la bandera raída marcando el lugar donde, en uno de tantos finales previos a éste, se dejaba correr la sangre para que el mundo continuara. Se imaginó cayendo de esas escalinatas divinas, desparramando el interior de su cuerpo en el trayecto para ser consumida por deidades. Uno de sus pies se balanceó en el aire, tentando el futuro, y se atrevió a mirar hacia abajo, al lugar donde quedarían sus restos para ser ignorados, donde encontraría un final sin gloria. Entonces vio que las personas comenzaban a reunirse a su alrededor, expectantes, pausando el miedo a los hombres que recorrían las calles.  

Y entonces llegó el silencio.  

Adivinaba caras confundidas a nivel de la calle porque de un momento a otro, los hombres se esfumaron junto con sus armas. La muerte les daba tregua. Ella recorrió de regreso el camino hacia la calle y cuando se encontró con el grupo que la esperaba, una cuerda rodeó su cuerpo, como si fuera un animal cuya escapatoria no se debía permitir; se había convertido en un amuleto.  

Los nuevos devotos decidieron en ese momento que la retirada de los comandos era un milagro directamente ligado con su acto de sacrificio: optar por el dolor de la vida y abandonar el alivio de la muerte. Uno de ellos levantó la voz por primera vez en semanas y explicó al resto que debía haber en esta ciudad de fantasmas y pasados una llave de protección ligada a los sacrificios ancestrales y el rito que ella acababa de oficiar había invocado a los dioses de antaño a proteger lo que quedaba de su gran ciudad.  

Ella comprendió que a las manos vacías y temblorosas, a los ojos cansados que miraban el cielo anhelando salvación, no les quedaba más opción que creer.  

Eligieron para el ritual diario un edificio más alto, más digno; en este momento, ella se sacrificará con un día más de vida para que el sol pueda azotar las ruinas de concreto, para que los hombres nunca vuelvan empuñando aceros a repartir oscuridad. La soga en su cintura es una muestra de lo poco que confían sus seguidores en ella, en que no se lanzará a la garganta de asfalto. No saben que esa cuerda es un adorno, que fácilmente podría quitarse las ataduras, que su renuncia es voluntaria.  

El alba lame el cielo sin nubes y ella siente la respiración de la ciudad a sus pies, el aliento tranquilo de quien sabe que perdurará, que no necesita de nada más que de ella misma para permanecer, un monstruo egoísta. Se acerca a la orilla para reproducir la ceremonia y, como cada mañana, observa el perímetro de penumbra: los caminos bloqueados, la ciudad sitiada. A los lejos, descansan los ejércitos retirados. Ninguna deidad ni milagro los detiene: su sudor dejó de ser necesario porque el tiempo será quien devore a los sobrevivientes. 

Cuando no quede una sola persona de pie, cuando el asedio haya terminado de reproducirse en el espejo de la historia, entonces ella se lanzará al precipicio.  

Será ofrenda inmortal. 

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