La memoria habita en la calle de Regina, número 66.
Ahí está el Museo casa de la memoria indómita, donde un guía da la bienvenida ejerciendo el poder de la palabra. Explica desde la entraña cómo se han documentado los casos de desapariciones forzadas desde 1969, cómo el gobierno anula a las personas incómodas, cómo las madres y padres recuerdan a sus desaparecidos hasta donde el cuerpo les da vida.
Durante el recorrido se escuchan testimonios de personas torturadas por las agencias de poder, se camina por diversas salas donde se rememoran matanzas como la de 1968 y 1971 y se convive con el sentir de los familiares de todas esas personas ausentes.
La única justicia a la que aspiran las familias que crearon el museo es la que el pueblo mexicano les pueda dar: del gobierno ya no esperan nada. Y esa justicia viene exclusivamente de la memoria, de las ideas que se encuentran como semilla en el museo y que pueden hacer eco en todos los rincones del país.
El Archivo General de la Nación resguarda los nombres de muchos desaparecidos. Están catalogados como criminales: el discurso del Estado busca que su conocida “verdad histórica” quede para la posteridad. Los responsables buscan que el olvido caiga sobre los nombres de los desaparecidos.
No lo debemos permitir.
Si acaso, lo que debe quedar en el olvido son los nombres de los verdaderos criminales; del de la guayabera y el otro, asesinos de Tlatelolco, el que lloró como perro, el que no sabe ni leer. ¿Por qué permitimos que hasta las calles que marcan nuestros pasos lleven sus nombres? Ojalá los que siguen vivos tengan el castigo preciso, pero si no les llega la justicia, que les llegue nuestro olvido. Recordemos en su lugar a Rosario Ibarra de Piedra y a su hijo Jesús Piedra. Recordemos a Julio César Mondragón aunque hayan querido arrancar su rostro de nuestras memorias. Rememoremos a todas las personas que hoy nos faltan.
Ellos arrancan a miles de esta tierra. No dejemos que también nos arranquen su memoria.