Pareidolia

Hay quienes nacemos con grietas que pasamos la vida tratando de arreglar, mientras el tiempo nos pasa por encima, a veces calmo, a veces brutal. 

El tiempo es una magnitud física que existe de forma independiente a nuestra percepción, aunque lo podamos sentir en nuestras palpitaciones y aliento. Las horas parecen estirarse y contraerse con cadencias varias dependiendo de lo que vivimos. 

Observar defectos en las paredes e imaginar rostros, animales o mapas es una de las cosas que más disfruto cuando hay oportunidad de pausar: como los sábados en los que despierto antes que nadie y tengo breves momentos de simplemente contemplar la nada en los defectos de los muros y los techos. Me gusta la soledad: no la que cala el pecho, sino la que me permite sentir el tiempo como una respiración tranquila en las fisuras de las paredes. En singular, puedo leer, escribir, escuchar la música que quiera o poner las peores comedias románticas que estén en el catálogo de Netflix. 

No he tenido estos instantes desde que empezó la pandemia. La crianza en nuestros tiempos es un acto solitario y el virus sólo llegó a acentuar este hecho. Nos tiene desde febrero, a Adán y a mí, como una isla que trata de mantenerse a flote, un pedacito de tierra donde azotan olas, cada una más grande que la anterior. Quienes han tenido que maternar y paternar este año saben exactamente a lo que me refiero: somos archipiélago. 

Cuando se desborda mi ansiedad, el tiempo deja de tener proporciones naturales. Cada segundo es como el instante en el que se escucha la alarma sísmica –con el golpe en el corazón que ello  implica– y  aunque al final resulte ser una  “prueba de audio” o –como me ha sucedido más de una vez– el claxon de un trailer o el carrito de los camotes, el cuerpo queda en estado de alerta. Los minutos pasan como palpitaciones en la garganta. 

A veces, la ansiedad es como recorrer una casa de los sustos, donde sabes que es un juego y entiendes que alguien te querrá espantar. Aunque el simple hecho de saberlo debería hacer que nada te asustara, gritas en cada habitación. El tiempo, estos meses, ha sido un bucle sin salida en una casa embrujada.

Me gustaría que este ejemplo fuera sólo una metáfora, sin embargo, cuando tenía 18 años, efectivamente entré (por última vez) a “La casona del terror” de la ya desaparecida Feria de Chapultepec. Era un espacio mal hecho, quienes actuaban tenían los peores disfraces y a cualquier persona en su juicio le hubiera dado más risa que susto. No soy esa persona.

Mi comitiva se juntó en la entrada con una más para iniciar el recorrido. Yo tomé, con una mano, a la persona delante de mí, a quien conocía, y con la otra, al primer integrante del segundo grupo, un niño de unos 7 años que iba con su papá y hermana. Inició el recorrido y es aquí donde se divide el “deber ser” racional y el “ser” ansioso en el que vivo. La expectativa era que mi mente funcionara de la siguiente manera:  “¡Qué divertido juego por el que acabas de PAGAR! Estás aquí VOLUNTARIAMENTE y la estamos pasando increíble porque nada de esto es real”.  Los hechos fueron muy diferentes y mi ansiedad me convenció, en segundos, de estar en medio de la tercera guerra mundial, por lo cual todo mi cuerpo gritaba “ALERTA, ALERTA. Esto no es un simulacro.  Auxilio. CORREEEEEEEEEEE”. 

Y eso fue lo que hice. Me eché a correr en pánico total por la casa como si me estuviera persiguiendo la jauría de la Segunda Sección de Chapultepec (cosa que sí ha pasado. Espero que nunca se encuentren este grupo de “lomitos” porque la muerte se siente cerca cuando decenas de cabecitas peludas te enseñan los colmillos. Considerando la anécdota que les estoy contando en este momento, a lo mejor no soy nadie para evaluar situaciones peligrosas. Ustedes caminen tranquilxs por todo Chapultepec…o no).

El tiempo dentro de la casona se transformó en puro sudor de manos y fuerza en las piernas. No sé cuántos minutos estuve tratando de “huir”, tropezándome entre tumbas falsas, toda yo pura ansiedad agonizante. Grité y grité hasta que encontré una salida de emergencia y la empujé con todo mi ser. 

En todo este tiempo, por supuesto, jamás noté que cuando empecé la carrera, jalé conmigo al pobre niño de 7 años, quien debe seguir contando este evento en terapias. Separé a un niño de su familia, llenándolo de terror y probablemente marcándolo de por vida. Soy la Trump de las casas de espantos. Después, tuve que esperar, muy avergonzada, al papá del niño a la salida del juego. Honestamente, no sé si estaba enojado o no. No recuerdo muchos detalles porque seguía temblando y sentía que el corazón se me salía por las orejas. 

He pensado en esta anécdota los últimos días porque, desde febrero, me he sentido como ese niño: de un momento a otro, corriendo hacia quién sabe dónde, arrastrada por quién sabe quién. 

Me pregunto, si tuviera un solo instante para contemplar los mapas en las paredes de mi casa, si podría encontrar un camino para sentirme menos perdida o si encontraría en las grietas a más personas igual de desorientadas que yo, tratando de encontrar la salida de este laberinto, donde el tiempo es como arena, a veces suave, a veces un cúmulo navajas empujadas por el viento. 

Quizá somos muchas las personas que nos hemos deshilvanado por este ininteligible año y juntas podamos, en algún tiempo y lugar, reconstruir las madejas de lo quede de nosotras.

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