Dos, cero, dos, uno

Ya entrada en el año nuevo sigo pensando cuál sería mi mensaje lleno de motivación para colgarlo en las redes sociales. Sé que aunque sea una fecha arbitraria para iniciar un ciclo (porque bien podría comenzar el año cuando llega la primavera), nos sirve como una frontera ilusoria que nos permite fantasear con un mejor mañana. En estos días, nos imaginamos mejores versiones de nosotras mismas y prometemos dejar a la persona que somos detrás. Cada año lo he imaginado. Cada año he fallado.

Esta ocasión me sentía hipócrita escribiendo mensajes optimistas y no necesariamente es algo “malo” o “pesimista”. Me parece que le debo una disculpa a todas las “yo” del pasado que he tachado de insuficientes, gordas, indisciplinadas, inconstantes, procrastinadoras, obsesivas, intensas. Es momento de aceptar que tal vez ya soy la “mejor versión” de mí misma que me es posible ser y necesito dejar de exigirme, con cada año, una modificación completa y alucinar con cada campanada que, una vez que las manecillas marquen la medianoche, seré otra. 

Quizá este año lo mejor para mí no sea tener propósitos, sino “despropósitos”, cada uno de los cuales va en contrasentido de lo que se espera de las personas en este círculo vicioso de desear lo inalcanzable.  El primero de estos “despropósitos” puede ser, por ejemplo, tener menos, poseer menos cosas y dejar de consumir artículos que no necesito, aunque a veces sea difícil pelear contra esa pequeña voz que me convence de que tan solo tener esto o aquello me haría realmente feliz.

 Y ya que estamos en esas, uno de mis “despropósitos” es dejar de perseguir la felicidad como si fuera una chuleta inalcanzable. Quiero valorar todo el espectro de emociones que experimentamos y darme permiso de sentir tristeza o enojo sin que exista culpa o vergüenza de por medio. Nadie es perpetuamente feliz: no importa lo que se aparenta en las redes sociales y mostrar la propia vulnerabilidad es un acto no sólo valiente, sino necesario. Eso de simular imperturbabilidad durante una pandemia no puede ser sano.

  Otro “despropósito” es recordarme a diario que la belleza no es una categoría con la que debería valorar a nadie, comenzando por mí misma. Me niego a hacer mío el deseo –UNA VEZ MÁS, por un periodo consecutivo de doce meses, renovable automáticamente– de tener la figura que nunca en mi vida he tenido y castigarme por no lograrlo.  Debería quitar los espejos de la casa y comenzar a reconocer a mi cuerpo por lo que hace, en lugar de por cómo se ve: ese sí sería un acto revolucionario. 

El último de mis “despropósitos” es dedicar más tiempo a la nada, a la cero “productividad”, a simplemente ser, respirar y existir. Todas las semanas me asusta cuando mi teléfono me muestra el resumen de las horas dedicadas en su pantalla porque pienso que son momentos donde pude estar haciendo algo “útil”. Este año, más bien pensaré que son horas perdidas porque bien las pude haber ocupado a cosas completamente “inútiles”. 

Pensé terminar este texto deseándoles un bonito 2021, el mejor año, el fin de la pandemia, la llegada de la paz mundial. No lo haré.  Creo que es mejor aspirar a reconocer que el año estará de momentos tremendamente jodidos y no lo digo yo: sólo basta un poquito de observación para concluir que esto es inevitable. 

Deseo, entonces, que los meses que vienen podamos encontrar el valor de todo lo que consideramos horrible: nuestras lonjas, estrías, dolores, enfermedades, muertes. Ojalá que hallemos el encanto de oír nuestra propia voz en una grabación, de ver nuestro reflejo en los espejos de los vestidores.

Espero que reconozcamos la maravilla de sentir el último suspiro después llorar por horas o el descanso de la mente al “perder el tiempo” sin tener ganas de encontrarlo nunca más. 

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