Aire

La angustia insaciable es un sentimiento que la ha acompañado toda la vida. Se recuerda a sí misma los domingos por la noche, escuchando los ruidos de la azotea y pensando que probablemente eran esos hombres que salían en las noticias. Los otros. Los que robaban, los que sólo estaban cerca de las personas que no se podían proteger. Los lunes por las mañanas entraba de nuevo aire a sus pulmones cuando sonaba el despertador porque esos otros sólo actuaban de madrugada, cuando las personas dormían y ella los mantenía al margen con los ojos abiertos, vigilantes y la respiración en suspenso.

Pausa para respirar. El aire entra y sale. Lentamente.

Se recuerda, además, pensando en ese hombre del que le habían contado, el que lo miraba todo y nos manejaba a todos. No había entendido muy las clases de catecismo, pero esa idea -la de él-  también la paraliza por las noches. ¿Y si es ella es una marioneta? ¿Y si ese señor puede ver cuando tiene un mal pensamiento? Se visualizaba a sí misma como una muñeca inerte. Movía el brazo y pensaba, ¿esto también lo habrá decidido él?

Más adelante no hubo ningún “él” que le angustiara porque determinó que su existencia era imporible, pero en su lugar llegaron otros pobladores de la angustia. El futuro, por ejemplo, era tan falso como “él” e igual de tenebroso. Nunca dejó de pensar en esos Otros que algún día entrarían a robar a su casa, matarían a todos y se irían felices por la vida. Después, las personas en las calles, todas, se convirtieron en sospechoass de esa otredad. El porvenir la paraliza.

Siempre debe recordar mantener una respiración calmada. El aire entra, profundo. Llena los pulmones -con cuidado de no reventarlos- y luego sale, caliente, húmedo. No logra expulsar la ansiedad.

Recuerda la preocupación como algo con con lo que nació. Mamá le contó que casi muere desangrada en su parto, ese no planeado, no deseado. Tal vez ahí empezó su miedo porque su primera acción en vida fue un intento de asesinato y además elabora una teoría desde que puede hilar ideas: tal vez por eso mamá le pega. Quizá mamá le grita por toda esa sangre perdida que casi le cuesta la vida.

No puede arrastrar al presente ningún recuerdo sin la ansiedad. Cuando tenía 11 años, su peor miedo era que su mamá hiciera válida la promesa de regalar a su gato, ese que le causaba una alergia tremenda, que a veces la ahogaba y le hinchaba los ojos. La condición para no arrojarlo a la calle era que cada semana ella lo bañara. Así, con las manos de una niña, agarraba al gato y por puro amor se aguantaba los arañazos en la cara, en la espalda, la sangre que escurría por sus brazos. Recuerda esta advertencia de entre las muchas amenazas constantes de la mamá. Luego, duda de esos recuerdos por que la mamá los niega. “Estás loca”, le dice constantemente. Las hermanas confirman estas memorias y por lo menos tiene una angustia menos, en todo caso su mente aún no es caso perdido.

El aire se le atora con estos recuerdos. Llega entrecortado a la caja toráxica. Sale con lamentos.

Todo va a estar bien. Siempre se lo dicen y ella a veces se lo cree. La angustia a veces duerme, se queda sólo en los recuerdos, pero siempre está palpitando para salir los días menos esperados. El futuro es ese dios que ahora la maneja y en el que también quiere dejar de creer. Ya no sería atea sino algo más, algo cuyo nombre desconoce.

Voltea a ver a su hijo y piensa en que quizá  él no tenga los miedos a los pasos nocturnos, al titiritero omnipresente ni la sangre escurriendo por la espalda por los arañazos de un gato y que quizá eso haga que la infancia sea menos dolorosa.

Revisa también la tarea de sus alumnos, donde les pidió escribir una carta a sí mismos cuando eran pequeños. Todas dicen más o menos lo mismo: quiérete más, quiere a tus padres, todo estará bien. La infancia siempre duele, siempre angustia. La niñez es esa cicatriz por la que respiramos toda la vida.

El aire calma. Entra y sale del cuerpo recorriéndolo todo.

Le angustia pensar en todas las líneas temporales que se dividieron con cada decisión tomada, todas las vidas no vividas, todas las infancias posibles. Le aterra considerar que con cada teclazo, una decisión más ha desaparecido y el futuro ahora la oprime más de cerca. Le teme, por sobre todas las cosas, a escribir ciertos recuerdos en primera persona.

A veces se olvida de respirar por completo.

A veces escribe para poder respirar.

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