Apología del enojo

“Oh God! what could I do? I foamed –I raved –I swore! I swung the chair upon which I had been sitting, and grated it upon the boards, but the noise arose over all and continually increased. It grew louder –louder –louder”- The Tell-Tale Heart  – Edgar Allan Poe

El enojo es mal visto. Siempre debemos guardar la compostura ante las adversidades y las cosas grandes o pequeñas que nos suceden. Incluso  la infancia es condenada por ese sentimiento: el berrinche del súper, los primeros arranques cuando avientan cosas por no saber expresarse diferente. Desde ese momento el enojo se castiga con miradas ajenas que juzgan o madres y padres que siguen creyendo en el castigo corporal. 

Las multiples manifestaciones y marchas de nuestra ciudad son sentenciadas cuando se deja ver la cólera: “hay que pedir las cosas de otra manera”. Les piden, por ejemplo, a quienes claman justicia por Ayotzinapa, que lo hagan sin enojo. A la feministas nos llaman feminazis cuando la rabia se nos escapa, por más mínima que sea. 

Últimamente está mal mostrar disgusto ante posturas que –desde mi particular punto de vista- lo merecen. “Es mejor tratar de entender el otro lado y si nos enojamos, perdemos”. ¿Cómo hacerle? ¿Cómo no enfurecerse ante comentarios clasistas, racistas, misóginos? ¿Cómo no salir perdiendo porque nuestro cuestionamiento  exasperado –con justa razón– es mal visto?

Veo nuestra realidad y lo que prevalece es el enojo, pero debe ser velado, siempre tiene que ser una emoción que pertenezca a la otredad porque es considerado una falta de carácter. Es decir,  vivimos en medio de la ira contenida, como una olla de presión a punto de explotar pausada en el tiempo.

Hablar y reconocer esta emoción me parece fundamental para la salud mental, por lo que hoy me daré permiso de estar enojada. Le daré a esa emoción su justo valor y me niego a sentirme avergonzada por ello.

Yo confieso que me desesperan — a veces hasta el enojo– las personas que insisten en que todo lo debemos ver positivo, que la vida es un eterno color rosa, las que sólo son capaces de compartir cosas felices (como si fueran un personaje plano de una mala novela).  Sí, la alegría es parte de nuestro repertorio emocional, pero francamente, el júbilo eterno también debería ser reconocido como un trastorno. (¿Será la manía? Espero que alguien con conocimiento me ilustre).

Estoy enfurecida con tantas personas que siguen viviendo en un país alterno que la mayoría desconocemos. Estoy encabronada porque a las mujeres nos siguen matando, violando, pisando nuestros derechos y no veo el hastío social que sí se manifiesta cuando falta la gasolina (sí es un problema, es molesto, pero sus prioridades me enferman). 

Siento una cólera enardecida cada vez que pienso que Calderón y Peña deberían estar en la cárcel, sobre todo cuando veo los tuits cínicos del primero. Aún más rabia me da saber que nada les pasará, que sus crímenes seguirán impunes. Y ni hablar de cuando veo que hay quienes los admiran y ¡hasta extrañan! 

Hoy me niego a disculparme por estar enojada con aquellas personas que me abandonaron cuando más las necesitaba, con las que pensé que contaba –aunque agradezco que su hueco fue llenado por quienes menos esperaba.

Me niego a sofocar, aunque sea por hoy, esa sensación que tratamos de enterrar como si no siguiera ahí latiendo como en cuento de Allan Poe.

Hoy me doy permiso de estar enojada antes de que esa emoción me carcoma por tenerla encarcelada. ¿Ustedes no la sienten ahí, como un parásito que rasca su salida con dientes afilados  desde dentro?  Yo sí, cuando la trato de ahogar, cuando le voy echando tierra de a poco como Antígona a su hermano. 

Hoy reconozco y hago honor a mi enojo, justo para que mañana no se convierta en ira. Lo saco del fondo de los tablones escondidos de la casa que habita mi mente para dejar de escuchar su latido perpetuo. 

¿Ustedes? 

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