La avenida está colmada de acero. Nadie cede el paso y quienes vamos a pie, automovilistas y ciclistas efervecemos en el asfalto. Se oye una sirena a lo lejos. El sonido no tarda en hacer vibrar el tímpano y los coches buscan rápidamente cómo abrir camino. Contenemos el aliento al unísono hasta que el ruido se desvanece. Es una escena común que a mí, personalmente, no deja de sorprenderme.
Hay sonidos que pintan a la Ciudad de México: organilleros, el coche de los camotes, los tamales oaxaqueños, la niña cansada de los fierros viejos, la campana de la basura y desde hace unos meses, las sirenas cada vez más constantes, siempre en el fondo, siempre golpeando un poco el corazón.
Cuando, en 1819, Charles Cagniard de la Tour nombró este aparato lo hizo pensando en los seres míticos griegos –mitad mujeres y mitad animal– quienes poseían un canto que embrujaba a los navegantes hasta conducirlos a la muerte. Hoy en día, sus homónimos de metal, plástico y sonido estridente, hacen precisamente lo contrario. Inicialmente, las sirenas tenían cuerpo de ave con rostro y torso de mujer; no es sino hasta la época medieval que su parte inferior es figurada como un pez.
La imagen de sirenas aladas me parece hermosa porque sobre las calzadas capitalinas sólo hay dos formas de abrirse paso: volar –si es que alguna vez logramos hacerle caso al cotidiano “si tienes prisa, bríncame”– o ser ambulancia.
Además, una hipótesis del origen de la palabra es que Σειρήν (seirén) quizá significó «cuerda», haciendo referencia a seres que ataban –o encadenaban– y desataban, de acuerdo con su voluntad. Así. las imagino tensando y aflojando los hilos de nuestras calles para inventar caminos entre la marabunta de autos.
Hablando con una amiga, le preguntaba si –guardando toda proporción– el sentimiento indescriptible de alarma y dolor que me acompaña desde que inició la pandemia será algo similar a lo que experimentan las personas en una zona de guerra. Todo el tiempo espero el momento en el que más bombas caerán, invariablemente más próximas. Se escuchan ”las explosiones” lejos y cerca, siempre constantes.
Y en el fondo, las sirenas.
¿En serio continúa mi admiración por la escena tan ordinaria con la cual comencé este texto? Sí, porque el aire falta en esta ciudad desde hace muchas décadas y ahora que nuestros pulmones colapsan uno a uno frente al covid, unos cuantos inflan su cuenta bancaria a costa del sufrimiento. Efectivamente, hemos visto personas darlo todo por estar al frente de la contingencia, pero también hay –yo los he percibido más en semanas recientes– quienes cometen los peores atropellos en medio de la tragedia. Los tanques y condensadores de oxígeno se están vendiendo hasta en cinco veces su precio original. Familias completas son defraudadas al pagar adelantos por fuentes de oxígeno inexistentes. Y todo tiene que ver con que las leyes mexicanas son una sugerencia, aplicable exclusivamente a quien no pueda pagar por romperlas.
Y así, con todo, las sirenas se siguen abriendo el paso entre la multitud metálica que en ninguna otra circunstancia, cedería su lugar al frente de la fila a nadie.
Me sigue sorprendiendo porque pienso que si mañana desaparecen todas las leyes, la gente seguiría abriendo el paso a las ambulancias. Y lo creo así porque en este lugar, donde las consecuencias son arbitrarias, nos aferramos a sobrevivir: porque supe de la organización después del sismo de 1985 y atestigüe las redes comunitarias en plena función en el 2017. En momentos así, esta ciudad, entre sus grietas metafóricas y reales, muestra que lo nuestro, lo verdaderamente nuestro es la anarquía y que si seguimos aquí, de pie, es gracias a ella. El Estado nos ha fallado una y otra vez y es la regulación que nace de la ciudadanía, ese sabernos un pueblo “huérfano” –nuestra anarquía– la que nos ha hecho persistir.
En la película Another Earth (2011), la protagonista cuenta la historia de un cosmonauta que no logra escapar de un ruido persistente y fastidioso dentro de su nave. Piensa que le esperan muchos días en soledad con ese sonido y para no perder la razón, decide “enamorarse” de él. Entonces, ya no escucha un “clack”, “clack” sino que oye música. De la misma manera, creo que pensaré en las sirenas de las ambulancias como el himno de la anarquía que mantiene esta ciudad suspendida encima de un eterno abismo, pero evitando que caiga al fondo.
Cuando vea las peleas eternas en la redes sociales –esas donde insistimos en doblar verdades para apoyar u odiar a un partido y articulamos falsedades para poner la pandemia al servicio de nuestra ideología política– o cuando en la pantalla aparezca la siguiente noticia de lo peor de la humanidad que ha salido con la crisis sanitaria, podré escuchar en el fondo las sirenas y pensar que, al menos, a unos metros de distancia, se está desarrollando esa escena cotidiana que me sigue asombrando, en la que los automóviles abren el paso a las ambulancias.
Es una secuencia de eventos en la que por un breve instante logramos que la vida humana sea lo más importante.
Es una melodía.
*La imagen es de un dibujito mío.